Alberto
- Catalina Cofone Polack
- 21 jul 2019
- 1 Min. de lectura
En una esquina de pálida amargura, la insistencia desesperada de su entorno continuaba a alejarlo de sí mismo. Intentaban sostenerlo con un temperamento cargado de odio y hostilidad, y esa no era la forma de modelarlo. Está hecho de arcilla endeble, es una piedra inmutable de cenizas dispersas, finitas. Pero cuando construía sus días, él era pura bondad y ninguna duda lograba desplomarlo. Fue un hombre sincero, un hombre tierno y de verdades ingenuas. Salía de su casa en busca de una sonrisa pero volvía contagiado, muy penoso. Era dócil y blando, y la negativa era el templo de cada una de sus respuestas porque tenía miedo, miedo de dar. Iba por el mundo con la sencillez de los buenos modales y las excusas simples que son evidentes pero nunca se admiten. Parpadeaba buscando novedades, y a sus 82 años dejó de hacerlo, y un pedazo de ausencia le correspondía a él: el hombre más bueno que caminó sobre estas tierras. Lo aniquiló lo más familiar y lo más remoto que persistía dentro suyo. Ahora, él mide nuestras acciones desde donde no está, desde donde nunca podremos volver a verlo, desde lo más lejano y alto en el cielo.

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