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El misterio de la propia degradación


Conocía la escena que da comienzo a versos tan insulsos que caducan, tan cercanos como la nada. Devoraron palabras y se soñaron sin amor, porque ya no había tierra, no había nada que sostuviera sus embarradas miradas. Y los versos que el tiempo apartó de un tirón desafinaron y jamás pudieron resonar como recién llegados lo habían hecho. El velo los cubría de migas de lastima y kilos de inválida pena. Su deplorable condición no lo dejaba más que marchito. Dolía el viento que atronaba en sus heridas resecas y caducas, pero aún más le dañaba la experiencia de saberse inútil.

Esa misma mañana supo que no era ya parte de este mundo, le pertenecía al tiempo acabado, al pasado que se narra en las noches de insomnio y de silencio, a momentos de pánico que recuerdan que existió el sujeto amado, al instante que serena las almas torcidas y arrebatadas por el delirio de no saberse con certeza más que por pensarse, a la débil memoria de espinas doradas y al comprometido homenaje de aquellos que guardan su nombre en una soledad que se resiste a ser recóndita, taciturna.


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