Los estantes con libros representan mi vida, desde que aprendí a leer hasta hoy mismo. El valor de mi biblioteca reside en mi gran amor hacia ella. Desde los clásicos, como Oliver Twist, Rayuela, las obras completas de Poe y de Shakespeare, la Ilíada, hasta Schweblin, Clarice, Bukowski y, desde mi más humilde narcisismo, mi novela preferida: Catalina. En un rápido recorrido vemos grandes libros de teoría teatral y mucha literatura extranjera que recorre la célebre o perturbadora narrativa, la amada dramaturgia y la inabordable poesía. La gran mayoría de mis lecturas se encuentran en mi biblioteca, pero algunas están separadas, en otra estantería, esperando ser descubiertas. Los regalos fueron leídos con la compañía de quien tuvo la agradable decisión de elegirme una aventura más, una nueva mirada del mundo. Los que fueron comprados por interés o por deber torcieron el curso de mis expectativas y resultaron, en su mayoría, en vigorosos encuentros. Mis libros son mi formación, el reflejo del modo en el que desarrolle mis capacidades como lectora, como gran amante de aquellos mundos en los que el tiempo, el lugar y la eternidad confluyen en el cruce más inesperado. En esos trayectos que camine con placer y con angustia, con insospechados momentos de llanto y con desbordantes alegrías, me detuve a pensar en la grandiosidad de la palabra como código, como convención a la cual nos remitimos para renacer desde ahí, con nuestras heridas, frustraciones y los pequeños sueños que nos desvelan cada noche. Aprendí de la lectura su acto de revelación, su inherente posibilidad de reflexión y de conciencia. Los verdaderos significados se encuentran en una carga invisible que acumulan e insinúan las grandes historias, las ficciones hechas de verdad y de realidad, de almas enfermas, desgraciadas, inocentes y cómicas. La extraña sensación de vacío y de esperanza al abrir un libro me ha calmado insatisfacciones y melancolías en cada impresión que recibí, en forma de caricia o como un puñal.
Comentarios