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Tomás

La realidad le parece insoportable. Hace dos o  tres días que empezó a hablar de la muerte. De su muerte. Me dijo que desde que le robaron hay algo de el que siente que no puede controlar, como si te quitaran lo que te pertenece en pocos segundos, sin dejarte improvisar, sin dejarte una posibilidad para responder, para accionar. Y eso mismo podría pasarle con su vida. El tren viene a toda velocidad y te pasa por encima en un solo momento. Y entonces la idea de estar vivo le parece el milagro más común y el más milagroso a la vez. Me dice que es una casualidad, una cuestión de suerte y de prestigio. ¿Estar vivo es un prestigio? Le pregunté desconcertado. Y me respondió con una mirada, con una sola expresión de terror y orgullo. No creí que tuviera razón. No somos tan libres ni tan felices como lo son los privilegiados. La muerte es un privilegio, eso si que es ser valiente, entregarse a la nada y dejar que el tiempo deje de expulsarnos y derramarnos en múltiples direcciones. 

Tomas murió dos días después, se tiró de un piso 13 de un edificio del centro de la capital. Y lo lloré, pero no como lloramos a los muertos. Me emocione porque él había tenido la capacidad de intuir su vida de la forma más certera. Era vulnerable al punto de no poder soportar ni un segundo más este fatigable y apestoso lugar en el que vivimos. Y me ayudo a preguntarme, una vez más: ¿cuantas noches mas sucumbirán cómo esta?



 

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